viernes, 12 de febrero de 2010

Sólo quería ver las dichosas estrellas


Él caminaba bajo las farolas. Estaban encendidas e iluminaban su paso entre la pinada. Se dirigía a ninguna parte a paso ligero. Puede que durante su paseo se encontrase sentados en los bancos de piedra, escondidos junto a los árboles que se extienden a lo largo del camino, una pareja o dos de jóvenes enamorados, se besaron y rieron por lo bajo cuando lo vieron pasar, puede que avergonzados, no, creo que no fuese vergüenza, sino emoción.

Podía oír el sonido de sus pasos y el “clop-clop” del apoyar de su bastón, pero nada más. Pese a todo, la oscuridad le rodeaba, jamás lo había abandonado. Sus frágiles piernas no pudieron resistir el ritmo que su mente le impuso. Le costó encontrar asiento más de lo que en un primer momento creería. Finalmente sintió la fría y húmeda roca contra sus piernas y allí se sentó. De cualquier manera no era capaz de descansar ni un instante.

Lo que le había impulsado a caminar fue un sueño. Le hubiera gustado no despertar jamás. En él veía a una mujer, rubia, o puede que morena, con los ojos claros, quizá oscuros, manos delicadas y sonrisa amable. ¡Cuántas veces había fantaseado con ella! Jamás pudo decir más que elogios, pero…¿Quién querría estar con él?

Recordaba perfectamente cómo la conoció. Era un día soleado, de esos que suele haber cualquier otoño en el sur. Mientras hacía su paseo matutino a la farmacia la escuchó. No era una voz dulce, ni aterciopelada. Jamás hubiera querido oírla cantar una nana. Pero aquel llanto era triste, enternecedor, casi infantil. Un llanto de derrota y final no tan feliz. No pensó acercarse hasta que percibió un suave aroma. Venía de ella. Paró frente a la verja y tocó el alto muro, casi acariciándolo.

-No llores mujer- le dijo con cierta compasión- Vas a poner triste al sol.

Ella sonrío, pero él no la vio. A partir de entonces cada día pasaba frente a esa pared de piedra y a través de ella surgió una extraña amistad. Más bonita que ninguna otra, tan prohibida como cualquiera. Ella tenía familia. Él no podía estar con nadie. Sólo hablaban. Llegó a conocer muchas de sus facetas, le gustaban las flores, los libros, ver el Diario de Patricia a solas con una tarrina de helado… Pero ella jamás supo de él más que adoraba el perfume que ella se ponía, aquel que siempre trató de descifrar, ¿qué esencia sería?. Ella le explicó sus cientos de creencias. De entre ellas, que tras su muerte estaría en las estrellas, todos lo estarían. Él la creyó.
Virtudes, se llamaba. Para ella, él era Don Jaime.

Pasaron cuatro años y muchas conversaciones, largas y cortas. Pese a todo jamás se vieron.

Demasiado rápido, demasiado pronto. Aún habían cosas por decir. Le quitaron la vida. Se la robaron sobre un carril de la autopista. Ahora él nunca llegaría a tocarla.

El anciano se sujeto la cabeza entre unos dedos temblorosos y retorcidos y una lágrima, sólo una, golpeó la tierra que tenía a sus pies. Al darse cuenta se levantó y siguió andando hasta que se alejó de las farolas.

Varios metros más adelante se extendía un extenso arenal. Ya podía oler el mar.
Se apoyó sobre el bastón para descalzarse. Sintió el contacto con los granillos de arena. Tiró su apoyo y siguió caminando hasta que sus pies tocaron el agua. Y continuó caminando. Las olas eran fuertes y lo echaban a la orilla, no era su hora.

Alzo la cabeza al cielo y no vio nada, sólo oscuridad. Inspiró profundamente y siguió luchando contra las olas, adentrándose cada vez más. Las estrellas brillaban con más fuerza conforme seguía entrando en el agua, pero él no podía verlas. Era un festival de bienvenida.

Seguía imaginando su rostro, sus ojos, sus manos. Aún escuchaba su voz. Poco antes que muriera un nuevo y sutil brillo plateado apareció en el cielo, no lo vio. Lo último que pudo sentir antes de que lo arrastrase el agua fue aquella dulce y embriagadora fragancia. Jazmines. Eso era.



Sólo quería compartir esto, que escribí hace bastante tiempo, con quien quiera que lea este blog.

Hay muchos ciegos, no sólo de vista, sino de corazón. Es necesario que abramos el corazón para no llegar jamás a esta situación. Las amistades diferentes son las que hacen especiales, brillar como estrellas, cada momento de la vida. Sentimientos como el amor, o incluso la tristeza que este nos provocan, son sensaciones necesarias y de agradecer. Quien sufre, es que alguna vez ha querido, sentimientos que compensan.